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Egon Schiele, Desnudo rojo, mujer embarazada (1910) |
Tener una barriga desmesurada tiene un efecto inmediato en la percepción del resto del mundo sobre ti que, a menudo, se traduce en "venid y habladme". Muchísima gente te suelta algún comentario, te pregunta por tu vida y, lo más habitual, aprovecha para contarte la suya. Las colas (en el centro de salud, en el supermercado, en el cajero) son el lugar ideal para el asalto. Empezando con un "¡Uy, cómo estás ya!" y tras una breve encuesta de datos básicos ("¿niño o niña?", esta es impepinable-, "¿para cuándo?", "¿es el primero?"), lo siguiente es conocer la vida y milagros de la otra persona, desde el parto (y da igual que tu interlocutor/a sea una mujer o un hombre) hasta esa misma mañana. Reconozco que no me molesta especialmente esta faceta del embarazo, porque la gente suele ser amable y a mí me gusta charlar y enterarme de las cosas que les pasan, pero me hace gracia y me llama la atención.
Otras personas no se atreven a hablarte, pero con mirarte lo dicen todo. Y, en este grupo, hay dos tipos de miradas que observo constantemente: la de complicidad y reconocimiento que te dirigen otras embarazadas o madres recientes con carritos ("Eh, estamos en el mismo barco, pertenecemos al mismo club") y la mezcla de curiosidad y sorpresa de los señores mayores (no tengo claro si se debe a una reflexión sobre el paso de la vida o a que les resulta alucinante que, ahora, las mujeres andemos por ahí luciendo barriga tan campantes en lugar de esconderla bajo modelitos con lazos más adecuados para vestir una mesa camilla. O a lo mejor es que lo miran todo así, ¡vaya usted a saber!).
En todo caso, ir por ahí con un bombo descomunal, no es lo mismo que ir por ahí sin él.
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